¿Políticas contra la obesidad?

Impuestos, incentivos y etiquetado de productos ultraprocesados: un camino a seguir para luchar contra el sobrepeso en América Latina

El País, por Jorge Galindo

Un hombre vende aperitivos y comida envasada en Ciudad de México. CUARTOSCURO

La prosperidad es el objetivo lógico de cualquier sociedad, pero también trae sus propios riesgos. Uno de ellos es la obesidad. La población con sobrepeso se ha incrementado prácticamente al mismo tiempo que disminuía la desnutrición. Por eso, porque la obesidad es prima hermana de la abundancia, América Latina en pleno -pero, sobre todo, sus países más ricos- es hoy más obesa que nunca.

¿Políticas contra la obesidad?

Las tasas de obesidad de las grandes naciones latinoamericanas todavía no han alcanzado los peligrosos índices de sus vecinos del norte. Pero hacia allá se encaminan. La bella paradoja es que por una vez el retraso en la prosperidad ofrece una ventaja para los que llegan tarde: la oportunidad de aprender de los errores de los que cayeron primero en el problema de los ricos.

¿Políticas contra la obesidad?

Lo primero que hay que tener en cuenta es que no toda abundancia tiene el mismo efecto. Ciertos alimentos contribuyen más al que es el principal mecanismo para producir obesidad: los productos ultra-procesados (aquellos que son profundamente transformados desde su forma original, con sustanciales añadidos de otros ingredientes, normalmente grasa, azúcar y sal) han sido identificados por la Organización Panamericana de la Salud (OPS) como determinantes en la extensión de la obesidad en el continente.

¿Políticas contra la obesidad?

Bebidas azucaradas, galletas, panes industriales… existe evidencia sólida de que todos ellos fomentan el consumo excesivo de calorías. Igualmente, cada vez tenemos más datos de que la cantidad de ejercicio que necesitaríamos hacer para compensar dicho consumo sin reducirlo es más bien inalcanzable. Por todo ello, a la hora de buscar políticas para frenar el crecimiento de la obesidad parece una buena idea empezar por preguntarnos cómo podemos embridar a los ultraprocesados.

¿Basta con más información?

Quizás lo que necesita la ciudadanía es más información. Y, si la obtiene, tal vez comience a tomar decisiones más acordes con su bienestar a largo plazo. Más específicamente, si obligamos a las empresas a informar de manera clara, comprensible y accesible del contenido de sus alimentos

Esta es la lógica que ha llevado a todo un movimiento (o, más bien, a una serie de iniciativas) para demandar un etiquetado más claro y visible en los supermercados. Según la mayoría de estas propuestas, la información a mostrar quedaría en el frente del envase para que se pudiera observar de un vistazo. Incluiría precisamente la cantidad de calorías; azúcares añadidos; sodio y grasas, particularmente las saturadas. Y lo que es más importante: no se trata de representar estas cantidades de manera exacta tanto como de que cualquier persona entienda si está adquiriendo un producto que entraña algún riesgo para su salud. Aquí existen varias alternativas: desde la conocida como técnica del semáforo (verde para niveles razonables de calorías, grasa, azúcares o sodio; amarillo y rojo para los progresivamente elevados) hasta, sencillamente, indicar «alto» o «bajo» en cada uno de los componentes. Tal ha sido, por ejemplo, la propuesta defendida en Colombia (derrotada en el Legislativo).

No quedarse sencillamente en las cantidades es una buena idea: cabe esperar que la mayoría de personas no tenga una noción clara de qué es una cantidad saludable de cualquiera de esos elementos en una persona promedio. Los datos de una encuesta pública realizada en México confirman la impresión con creces.

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Ahora bien, esa misma encuesta arroja unos datos que invitan a pensar que añadir información en el mercado es condición necesaria, pero no suficiente, para reducir significativamente la obesidad. Resulta que una abrumadora mayoría de los mexicanos decía conocer la etiqueta, pero una porción casi igual de importante afirmaba no leerla ni tomar decisiones de compra por ella. Y aunque varios citaban la falta de claridad o visibilidad como una de las causas para esta falta de efecto, la verdad es que eran menos de un 10% quienes solo se referían a este tipo de problemas, frente a un tercio que admitían falta de interés o tiempo sin referirse a las cuestiones operativas.

¿Políticas contra la obesidad?

Estos datos no descartan, ni mucho menos, la conveniencia de un mejor etiquetado. La información siempre será una herramienta poderosa para aquellos consumidores que disponen del tiempo y los códigos para interpretarla, así como los recursos para actuar en consecuencia. El sistema semáforo por ejemplo, demostró en varios estudios que ayudaba a identificar adecuadamente los productos más saludables. Pero una cosa es hacernos saber lo que debemos hacer y otra distinta es que lo hagamos. Recomendaciones ampliamente difundidas como la campaña del Servicio Nacional de Salud británico que recomendaba el consumo mínimo de cinco piezas de fruta o verdura al día fueron conocidas incluso fuera de las fronteras del Reino Unido. Sin embargo, la evidencia de su capacidad para poner más vegetales en las cestas de la compra es desigual y poco concluyente. Se acotan así las esperanzas, señalando que no puede ser la única política en el menú contra la obesidad.

Poner difícil lo malo

Hablábamos de tiempo, códigos y recursos para hacer uso de la información. Pero habría que añadir otra dimensión más: la voluntad. Que las personas seamos agentes más o menos racionales no quiere decir que no estemos sometidos a tentaciones, sesgos, convenientes olvidos. Trampas, incluso. A veces autoimpuestas y en otras ocasiones, provenientes del contexto.

Ese contexto muchas veces toma la forma de una especie de pantano alimenticio(en inglés los llaman food swamps): grandes áreas en las que la comida accesible por defecto para sus residentes es en su mayoría ultraprocesada. Al menos para los EE UU, estas densidades de lo nocivo predicen [tasas de obesidad más altas]. Normalmente, además, se presentan en entornos de menor poder adquisitivo. Ahora bien: lo fácil es identificarlos. Lo complicado, hacerlos desaparecer.

Drenar completamente estos pantanos de comida nociva se antoja descomunal, difícilmente canalizable para Estados completos. Aquí es conveniente pensar más bien en escala urbana. Por ejemplo: la ciudad de Nueva York decidió hacer más accesible la comida sana, con políticas que hacían hincapié en los vecindarios con menor nivel medio de ingresos. Los efectos existen, pero son más bien modestos: una década apenas añadió un punto porcentual más de personas que consumían alguna fruta o verdura. Ahora bien, hay que tener en cuenta que en un 1% de Nueva York caben decenas de miles de personas. En cualquier caso, más profundos y duraderos parecen los programas centrados en convertir la comida sana en una opción por defecto dentro lugares donde la intervención pública de gran escala sí es posible: principalmente, en los colegios.

«Si quieres que alguien empiece a hacer algo, pónselo más fácil» es una paráfrasis del psicólogo Daniel Kahneman que resume bastante bien el espíritu de este tipo de intervenciones. Pero de esa aserción a la otra, necesaria cara de la moneda media un segundo de reflexión: si quieres que alguien deje de hacer algo, pónselo difícil. O menos fácil.

Excluyendo la prohibición completa, es aquí donde entra en juego la que quizás sea la medida con mayor potencial, y también más cargada de polémica. Los impuestos sobre alimentos nocivos, en particular bebidas con azúcar añadida, están en la mira de muchos países latinoamericanos. Y en el cuerpo legislativo de más de uno. Chile, México y Perú cuentan con el suyo. También las islas caribeñas de Dominica y Barbados. En Colombia la propuesta ha sido tumbada varias veces. Pero el asunto es que funciona.

Funciona si el objetivo es reducir el consumo de bebidas azucaradas, en cualquier caso. En México las estimaciones apuntan a una caída relevante en la compra de estos productos. Pero es demasiado pronto para saber si está teniendo algún efecto duradero en el problema último: la obesidad. No sabemos si las calorías que se dejan de consumir por esta vía se están reemplazando con otras, por ejemplo. Ni tenemos apenas experiencia con sistemas impositivos más completos, que tasen directamente el elemento (grasa, azúcar). El intento más completo lo llevó a cabo Dinamarca hace casi una década. Un impuesto sobre la carne, los productos lácteos y las grasas para cocinar (aceites incluidos) cuyos efectos muchos (pero no todos) consideran hoy un fracaso. Entre otras cosas, y sirva de esto como lección de la imprevisibilidad del comportamiento humano, porque una cantidad significativa de daneses (país pequeño, profundamente integrado con sus vecinos con los que mantiene fronteras casi invisibles en el marco de la Unión Europea) se iba a comprar esos mismos alimentos a, por ejemplo, Alemania.

Las herramientas políticas a nuestra disposición para luchar contra la obesidad, en suma, existen y funcionan, pero también que tienen efectos limitados, a veces inciertos, y que no salen gratis: con cada una de ellas estamos restringiendo un poco la capacidad de decisión inmediata de las personas. Pero si asumimos todos esos riesgos, si decidimos atarnos las manos hoy para mejorar nuestra situación mañana como ya lo hicimos con el tabaco, la cuestión no será cuántos años de vida estamos dispuestos a pagar por cada grado adicional de libertad. Así lo plantean algunos a la derecha del espectro ideológico, ignorando que la propia decisión de poner coto a nuestras decisiones y a las acciones de quienes se benefician de ellas también es un ejercicio pleno de esta misma libertad. La autonomía no empieza ni termina en un supermercado.

Detectan importantes aumentos globales de obesidad y diabetes en los últimos 35 años

– Los expertos conservan un determinado optimismo pero reconocen que es difícil cambiar el estilo de vida y de comportamiento forjado durante décadas.
– A pesar de que comer en exceso es el principal problema de salud, la falta de seguridad alimentaria aún requiere atención, sobre todo en África y Asia.
– Una quinta parte de la población mundial será obesa en 2025.

EP, 20 minutos
Embarazo y diabetesDos artículos publicados en The Lancet revelan incrementos dramáticos en todo el mundo en el índice de masa corporal (IMC) y la diabetes tipo 2. En concreto, muestran que entre 1975 y 2014 el mundo hizo una transición en la que la obesidad es ahora más común en adultos que la falta de peso y durante aproximadamente el mismo periodo de tiempo, de 1980 a 2014, la proporción global de adultos con diabetes es más del doble entre los hombres y aumentó en casi un 60% entre las mujeres.
Los autores mencionan el territorio estadounidense de Samoa y Samoa independiente por su alta prevalencia en ambos trastornos. Como investigador que ha estudiado estos fenómenos en samoanos desde 1976, el doctor Stephen McGarvey aportó gran cantidad de datos sobre las tendencias temporales a ambos informes y ayudó a escribir el documento de la diabetes, además de ver en los datos globales algunos de los mismos patrones que ha detectado en las islas.
Las tasas ya estaban subiendo en Samoa Americana a mediados de la década de 1970, cuando McGarvey comenzó su investigación, y han continuado elevándose. En su mayor parte las influencias a los incrementos de estos trastornos han sido las mismas que han jugado un papel fundamental en muchas otras partes del mundo en desarrollo, según destaca McGarvey, que imparte una clase en la Universidad Brown, en Providence, Estados Unidos, llamada Global Health Nutrition.

La «transición nutricional»
Uno de ellos es la llamada «transición nutricional», un término acuñado por Barry Popkin, de la Universidad de Carolina del Norte. Las cadenas globales de suministro de alimentos han dado en muchos lugares el acceso a alimentos procesados y preparados con altas cantidades de calorías y grasas, subraya McGarvey.
En Samoa, por ejemplo, este experto vio una proliferación de pequeñas empresas familiares en las que las personas cocinan pollo frito para su venta. Esta tendencia de alimentación ha llevado a un aumento en la disponibilidad de aceite de cocina importado barato y piezas de pollo congeladas.
A medida que las economías se han modernizado, coches y autobuses han sustituido a la actividad de andar y el trabajo ha pasado a menudo de trabajo de subsistencia exigente físicamente a trabajos industriales y de servicios relativamente sedentarios, alerta el doctor. Es también probable que los estilos de vida familiar se estructuren menos en torno a la laboriosa cocina casera de comida tradicional.
En resumen, como en los samoanos, cada vez hay más lugares, como los países occidentales, donde la comida ha pasado de ser cocinada por uno mismo y de elaboración propia a más de calorías y práctica. Al mismo tiempo, la globalización de la alimentación ha dejado claro que todavía algunas personas se han quedado atrás, con muchos todavía que no tienen suficiente comida.
A pesar de que comer en exceso se ha convertido en el principal problema de salud, dice McGarvey, la falta de seguridad alimentaria aún requiere atención, sobre todo en África central y el sur de Asia. El estudio sobre el IMC de The Lancet señala que en 2014, el 8,8% de los hombres y el 9,7% de las mujeres presentaba todavía bajo peso, mientras que el 10,8% de los hombres y el 14,9% de las mujeres eran obesos.
Las tendencias globales sobre el IMC y la diabetes, especialmente en el mundo en desarrollo, van en contra de los objetivos establecidos por la Organización Mundial de la Salud para frenar los aumentos en 2025 a los niveles de 2010. McGarvey señala que él y sus colegas conservan un determinado optimismo pero reconoce que es difícil cambiar el estilo de vida y de comportamiento que se ha ido forjando durante décadas. «La mayoría de la gente cree que esto va a ser muy difícil. Podemos tardar en conseguir salir, ya que nos costó tiempo entrar», afirma.

La obesidad ha aumentado en España casi un 10 % en los últimos 25 años

Aunque el 75,3 % de la población española percibe su estado de salud como bueno o muy bueno, los resultados de la última encuesta nacional de salud, publicada en marzo 2013 por el Instituto Nacional de Estadística, revelan que patologías crónicas como la hipertensión arterial, colesterol, obesidad y diabetes siguen su tendencia ascendente.

Agencia SINC / INE

En la Encuesta Nacional de Salud de España (ENSE), el Instituto Nacional de Estadística recoge información sanitaria relativa a toda la población sobre su estado de salud y los determinantes personales, sociales y ambientales que determinan el uso de los servicios sanitarios.

Realizada desde 1987 en colaboración con el ahora Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, los principales resultados destacan el continuo aumento de la obesidad, que afecta ya al 17 % de la población adulta (18 % de los hombres y 16 % de las mujeres).

Mientras hace 25 años el 7,4 % de la población de 18 años o más tenía un índice de masa corporal igual o superior a 30 kg/m2 (límite para considerar obesidad), en 2012 este porcentaje supera el 17 %. Es más, si tenemos en cuenta también el sobrepeso el porcentaje de adultos afectados alcanza el 53,7 %.

Aunque la obesidad es más frecuente a mayor edad –excepto en mayores de 74 años–, la prevalencia de sobrepeso y obesidad infantil (de dos a 17 años) llega al 27,8%. Es decir, uno de cada 10 niños tiene obesidad y dos sobrepeso, datos que son similares para ambos sexos.

Los españoles se sienten sanos

Otro de los resultados más reseñables de la ENSE es que el 75,3 % de la población percibe su estado de salud como bueno o muy bueno (79,3 % de los hombres frente al 71,3 % de las mujeres). Este porcentaje, 5,3 puntos mayor que el de 2006, es el más alto desde que se elabora la encuesta.

Esto choca con los datos obtenidos para los trastornos crónicos, ya que al menos uno de cada seis adultos padece alguno de los más frecuentes: dolor de espalda lumbar, hipertensión arterial, artrosis, artritis o reumatismo, colesterol elevado y el dolor cervical crónico.

Además, la evolución de algunos de los principales trastornos crónicos y factores de riesgo muestra una tendencia ascendente. Desde 1993, la hipertensión ha pasado del 11,2 % al 18,5 %, la diabetes del 4,1 % al 7,0 % y el colesterol elevado del 8,2 % al 16,4 %. La enfermedad crónica más prevalente en la infancia (0-14 años) es la alergia, que afecta a uno de cada 10 menores, seguida del asma, que afecta a uno de cada 20.

Alcohol, tabaco y sedentarismo

Junto con el exceso de peso, el consumo de tabaco y alcohol y el sedentarismo son factores de riesgo para las principales enfermedades crónicas. Los nuevos resultados de la encuesta revelan que en España cada vez se fuma menos: desde 1993 a 2012 el porcentaje de población que consume tabaco a diario muestra un continuo descenso.

Así, mientras que en 1993 un 32,1 % de la población de 16 y más años (44 % de los hombres y 20,8 % de las mujeres) consumía tabaco a diario, en 2012 ha caído hasta el 24 % el porcentaje de la población de 15 años o más que afirma fumar todos los días (27,9 % de los hombres y 20,2 % de las mujeres).

Además, según los datos publicados el consumo habitual de alcohol desciende aunque se destaca el consumo intensivo de riesgo entre los jóvenes, con riesgo de producir problemas agudos. El 13,4 % de la población de 15 años o más ha consumido alcohol de manera intensiva al menos una vez en el último año (19,7 % de los hombres y 7,3 % de las mujeres).

Por último, cuatro de cada 10 personas (41,3 %) se declara sedentaria, es decir no realiza actividad física alguna en su tiempo libre –uno de cada tres hombres (35,9 %) y casi una de cada dos mujeres (46,6 %)–.

Nota: La ENSE del Instituto Nacional de Estadística tiene periodicidad quinquenal, alternándola cada dos años y medio con la Encuesta Europea de Salud, con la que comparte un grupo de variables armonizadas. Los datos presentados hoy corresponden a 26.502 entrevistas realizadas entre julio de 2011 y junio de 2012.